domingo, 8 de septiembre de 2013

El primer izamiento de la “Celeste y Blanca” en el relato del teniente Benigno Vallejo

POR MIGUEL CARRILLO BASCARY

Aquella tarde de verano el sol ponía un tembloroso velo de luz sobre el campo. Bajo la galería del rancho, mate en mano, Benigno José Vallejo aguardaba el caer de la tarde, anticipo de la fresca nocturnal. Su cara estaba surcada de arrugas, pero la mirada de aquellos ojos café que hicieron soñar a tantas niñas todavía era límpida. Nadie podía ver en aquel hombre al joven militar que combatió en Tucumán, Salta, Ayohuma y en una docena encuentros menores, pero en el pago de Areco todos sabían quién era Don Benigno. Se respetaban sus años y el ejemplo que su presencia testimoniaba. El calor vespertino parecía avivar las llamas de los recuerdos. Jirones de sensaciones y vivencias fueron encadenándose en el protagonista de aquella vida, ya hecha.


El silencio expectante del pueblo reunido en el descampado destacaba el canto de las cigarras. Un caballo pateó la tierra que devolvió, quejosa, un sordo retumbar. El sol de febrero golpeaba sin misericordia. Una brisa, leve, intentaba aliviar a esa gente trayendo lejanos aromas a sauce y madreselva.
NN sentía correr el sudor por su espalda bajando desde la galera que ya lucía la nueva escarapela blanca y celeste. Las palas de teniente encuadraban sus jóvenes hombros. El sable le pesaba en la cintura y, sin embargo la mente estaba lúcida, tensa, percibiendo que aquel día tenía algo diferente. En aquel 27 de febrero de 1812, en ese momento de plácida quietud, cuando ya se insinuaba el Lucero, Benigno Vallejo recordó.
Su memoria lo llevó hacia Buenos Aires, cuando el Regimiento recibió la orden de marcha. Ya no eran los “Patricios”, el Nº1, flor y nata del ejército del Río de la Plata; aquel orgulloso cuerpo que venciera a los invasores ingleses. Ahora eran el “Nº5”; por aquellas cosas de la política el “Motín de las Trenzas” la rebeldía sediciosa a la que fueron arrastrados los hombres a los que mandaba. Había terminado con la muerte de los cabecillas y la deshonra para el Regimiento. ¡Caro se pagó el pecado de sublevarse contra el Gobierno! Sin embargo se les dio oportunidad de redimirse. 
El coronel Belgrano fue confirmado en el mando, señalando así la confianza que merecía del Triunvirato; al mismo tiempo que se le confiaba una tropa golpeada y, sobre todo, resentida. El hombre ya sabía de estos compromisos, aparentaban ser una distinción y ensombrecían la enorme responsabilidad de intentar lo imposible, apenas con nada. 
- Con los años – solía decir Benigno - ese abogado y militar, soportaría sobre su espalda otros yugos parecidos, cada vez más pesados. Siempre dijo que lo hacía “por la Patria”, hasta que sus fuerzas lo dejaron ¡en sólo diez años las privaciones y los desvelos por la Libertad se llevaron a ese hombre! 
Aquel 24 de enero de 1812 los ex -Patricios enfilaron para un lejano paraje de esa Patria que demandaba protección de los ataques realistas sitiados en Montevideo. El destino… la Capilla del Rosario, en el Pago de los Arroyos, cerca de donde se bifurcaba el camino real, rumbo a la doctoral Córdoba y la silenciosa Santa Fe.

Con esa sensibilidad de los niños, su nieto, Pablo, percibió el ánimo de Benigno y sentándose a su lado dijo simplemente:
– Cuénteme, abuelo, cuénteme de esos tiempos. 
El viejo miró esos ojos tiernos y dijo: 
- Salimos en paso de marcha a eso de las 6 de la mañana, tratando de huirle el sol que amenazaba. Dieciséis carretas con equipo, algunas medicinas y hasta una capilla portátil, precedían a las columnas. Fue el primer día de indecibles penalidades. Estábamos acostumbrados al orden cerrado, al sustancioso guisote de cuartel, a desfilar ante las miradas porteñas, pero no al camino solitario, donde la polvareda de nuestros pasos nos hacía soñar con alguna sombra y un trago de agua. Había trechos donde los espesos cardales ocultaban a los jinetes. Las armas pesaban, el uniforme nos ahogaba. Los que no llevaban buen calzado pronto tuvieron sus pies llagados, hasta el punto que el Coronel los hizo cargar en una carreta. Al ver su condición no los envidiábamos. Poco a poco nos fuimos fortaleciendo, acomodando el paso. La diana nos arrancaba del sueño a eso de las 2 de la mañana y poco después ya estábamos marchando. Antes del mediodía, el esperado alto y la ración de charqui de yegua para matar el hambre. ¡Que lejano parecía el Café de la Victoria, y su chocolate azucarado! El Coronel también velaba por nuestro espíritu: en el vivac instruía a sus oficiales y todos rezábamos el Rosario; que “no solo de pan vive el hombre”. ¿Mate? ¿Con qué agua? Fueron catorce días de calvario que templó el espíritu de cuerpo y restableció la disciplina. Se tensaron los músculos y en esa dura rutina aprendimos a ser mejores soldados.
El 7 de febrero el clarín de generala se tocó a la una y media de la madrugada, la tormenta del día anterior nos había dado un respiro. Zoilo Pereyra, uno de nuestros baquianos me confió que faltaba poco para llegar al Rosario. A una legua del poblado, según supe luego, recibimos órdenes de formar columna de desfile y componer nuestro atuendo. El Coronel montó en su tordillo, se puso al frente seguido de su Estado Mayor y se sacaron las banderas del Regimiento que ondearon con la fresca brisa de la mañana. A poco de andar se nos apersonó el comandante local, un paisano de apellido Moreno, escoltando al Alcalde y acompañado por un grupo de vecinos. Tras los saludos, alentados por este indicio de cercanías, marcamos el paso al son de pífanos y tambores, hasta que entramos al pueblo.
¡Estábamos en el Rosario! Unas decenas de casas, rodeando una muy modesta iglesia, plantada frente a la consabida plaza. Hacia el Este se veía brillar el Paraná enmarcado por los nubarrones todavía suspendidos sobre las islas.
Fue corto el descanso, por la noche otra vez sopló fuerte el Pampero y la mayoría de las carpas volaron hacia el río. Al clarear se nos comisionó a colaborar con la construcción de dos baterías, cuya artillería debía cerrar el río a los incursores de Montevideo. Debo decir que el lugar lo justificaba, la “barranca de las Ceibas”, que así le llamaban los lugareños, ubicada tras los muros de la iglesia, en dirección al río, presentaba una perspectiva inmejorable. A su pie estaba el “bajo de los Sauces”, formando un pequeño anegadizo. Río arriba partían las canoas llevando pertrechos para formar otra batería en la costa de la isla.
Me sorprendió mucho el trato que dio la población a nuestro Coronel. Lo recibieron como a un viejo amigo, desde el más encumbrado, hasta el más humilde. Luego supe que algunos realistas conspicuos, como un tal Pedro Tuella, habían partido hacia otros pagos cuando tuvieron noticia de nuestra llegada. También me enteré que Belgrano ya había pasado por el Rosario, cuando marchó hacia el Paraguay en el año 10. ¡Esto lo explicó todo! Muy pocos podían permanecer al margen del carisma de este hombre.
¿Qué cómo era el Rosario? En el pueblo habría unos 600 habitantes. Solo destacaba la Capilla, una nave de gruesas paredes de adobe y techo pajizo. Una campana coronaba la pequeña torre cuadrada, que también servía para vigilar el río. A su lado el consabido cementerio. En el interior una pequeña imagen de Nuestra Señora del Rosario, de mechas negras, con las que el Niño Dios parecía jugar;... dicen que la trajeron de Cádiz. 
Para tan pocas casas, había muchas pulperías, de las que costaba alejar a la tropa. Belgrano era muy celoso en este punto. ¡Sus razones tenía! Felisardo Piñero, un vecino del que me hice amigo, supo explicar que el Rosario era centro de una región con muchas estancias, de allí venían los paisanos a surtirse y vender sus cueros, sebos y mulas engordadas. Como dije, de la plaza que ni un árbol tenía, también era parador de carretas, salían dos caminos, uno a Santa Fe y el otro para Córdoba. Casi no había veredas; las cuadras mal trazadas, mostraban casas de adobe con grandes fondos, quintas y corrales. En las inmediaciones algunas tapias encerraban pequeños lotes de maíz y forraje. Al atardecer, nos bañábamos en el río, aguas arriba de la Bajada Grande, donde tenían su amarre las canoas y barquichuelos. Ombúes, sauces, ceibos y algún aromo salpicaban un paisaje plano y monótono.

En eso el relato se corta. Benigno Vallejo parece adormecido, pero en realidad está reviviendo. Vuelve a la formación, en aquel ya lejano 27 de febrero de 1812. Los diversos cuerpos que la integran formaron en una especie de arco, como arrinconando la batería inconclusa que se asomaba al río, entre troneras de tierra compactada. Puede reconocerse al Regimiento Nº 5 (los ex “Patricios”), los más numerosos. También están los “Granaderos de Fernando VII”, llamados “de Terrada”, aludiendo a su jefe, Juan Florencio Terrada, militar de probada actuación ya en la segunda invasión inglesa. Una sección de los no menos mentados “Pardos y Morenos”. Junto a los tres cañones, dos aún sin montar en las curreñas, forma el destacamento de “Artillería de la Patria”. En un extremo están los milicianos del Rosario, paisanos con alguna instrucción militar, comandados por el respetado vecino, Don Hemeterio Celedonio Escalada. Ha concurrido prácticamente toda la población, incluso algunos de los vecinos más alejados. Entre ellos destacan los aterronados hábitos de los Franciscanos venidos desde el convento de San Lorenzo, quienes semanas atrás habían mandado varios carros con herramientas, peones, fruta y legumbres de sus quintas.
En veinte días de intenso trabajo se completó la batería de la isla; para la otra todavía faltaba. La llegada del teniente coronel Ángel Monasterio dio verdadero impulso al entusiasmo comprometido. Toda la población colaboró; algunos, unieron su trabajo a los de la tropa; otros, aportaron maderas y enseres. Las mujeres, asistieron con comida y agua a los que encorvaban sus espaldas y a los que afirmaban la tierra a golpes de maza. Los pescadores, adicionaron con el producto de su trabajo la dieta de los visitantes. El Coronel estaba en todo; animando; controlando; dando órdenes y, al mismo tiempo, no descuidaba las relaciones con el vecindario.
Benigno Vallejo se siente otra vez en Rosario, pero pareciera que ya no le importa el rigor del sol, los hechos se precipitan. Un rítmico trote anuncia que llega un carruaje, allí viene el alcalde, Alejo Grandoli; su esposa, Petrona Moral y varios vecinos distinguidos. Una voz cuchichea a espaldas de Vallejo
– Va cayendo gente al baile…

Rápido se vuelve para restablecer la disciplina, basta una mirada acerada. Mentalmente toma nota; se trata de Braulio Troncoso, conocido orillero que prefirió enlistarse para evitar la venganza de un pulpero de la Ensenada. Pero un murmullo entre la gente reclama la atención de Benigno, es el séquito del Señor Cura Párroco que hace su entrada hasta el centro de la improvisada plaza de armas. Al frente luce el estandarte de la Cofradía del Rosario, primera agrupación civil que hubo en el Pago. Le sigue un grupo de acólitos; el primero empuña la gran cruz procesional, unos pasos más atrás lo enmarcan los portadores de ciriales; otro lleva el turíbulo que expande el aroma a incienso, seguido de quienes traen el acetre y el hisopo, por último está el presbítero Julián Navarro, conocido como un ferviente patriota. 
La expectativa va en aumento. Se escucha el toque de “atención” ante el ingreso de Belgrano, seguido del segundo jefe del Regimiento, el teniendo coronel Gregorio Perdriel y otros oficiales. Desmonta, saluda al Alcalde y al Cura. Según la usanza castrense el Coronel revista las filas de los uniformados y recorre la batería; despliega su catalejo y observa el bastión ya construido en la isla. A su lado, Monasterio le brinda profesionales explicaciones. Pero volvamos al relato de Benigno Vallejo. 
- Hasta ese momento todo iba según lo conocido. ¡Que digo! Un detalle destacaba; ni rastro de nuestras banderas. Aquellas que nos guiaran en la Defensa de Buenos Aires; las que llevaban el escudo real y el de mi querido terruño ¡no estaban presentes! La cosa me intrigó…, pero un soldado no pregunta.
En eso el rígido ceremonial castrense sufrió otra novedad. El Coronel estaba en el centro del cuadro cuando de entre los asistentes se destacó una de las damas, la hermana del doctor Vicente Echevarría, gran amigo del Coronel; es misia Catalina Echevarría de Vidal, quien pese a sus escasos treinta años era una de las principales señoras del poblado. En sus manos llevaba una especie de lienzo cuidadosamente doblado que entregó a Belgrano con estas palabras – “Aquí tiene, Coronel, como usted la pidió celeste y blanca como el manto de la Inmaculada y de la Escarapela nacional”.
Belgrano tomó el presente, que inmediatamente cedió a uno de los oficiales. Un murmullo circuló entre todos como reguero de pólvora. ¿Qué era eso? Fue entonces el turno del presbítero Navarro, quien pronunció la fórmula ritual de la bendición, impetrando a Dios que las baterías sirvieran para proteger a la población, evitando el desembarco y el saqueo de las tropas realistas. Después recorrió el perímetro rociando a las personas y cosas con el agua bendita que salpicaba el hisopo. 
Todavía estaba pensando en las banderas, cuando hubo un nuevo motivo de sorpresa. Con fuerte voz Belgrano llamó a don Cosme Maciel, edil del Cabildo de Santa Fe, que había contribuido con toda su gente para construir las baterías. No recuerdo con precisión las palabras de nuestro Jefe, pero, poco más o menos, dijo que en Maciel reconocía el sacrificio que empeñó todo el pueblo del Pago de los Arroyos para levantar las defensas y, agregó - “Vea si está corriendo la cuerda y ate bien la bandera para elevarla cuando le de la señal con la espada”.
¡Recién entonces caí en la cuenta para qué era ese alto poste clavado en el centro de la improvisada plaza! ¡El presente de Misia Catalina era una Bandera! ¡Ahí entendí porqué faltaban nuestras insignias regimentales! Cuando el viento la hizo ondear vi que la enseña que se izaba contra el cielo de esa tarde era totalmente distinta: blanca su primera mitad y celeste la segunda, en franjas horizontales, sin ningún distintivo. 
Maciel cumplió con lo ordenado, no sospechaba entonces que se lo recordaría como el primer abanderado de la Patria. A medida que el toque del tambor acompañaba el izamiento mil pensamientos cruzaron por mi mente y todo fue tomando su forma. Días antes habíamos revestido la nueva divisa que nuestro Coronel llamó “la escarapela nacional”, que debía distinguirnos en el combate contra los realistas de Montevideo. Habían trascendido también los nombres de las baterías: “Libertad” e “Independencia”. Y ahora, se izaba une nueva bandera anunciando el surgimiento de una nueva nación ¡La nuestra! Ya no más la pantomima de la máscara de Fernando VII. ¡Las Provincias Unidas tenían su propia bandera! Cuando ésta llegó al tope Belgrano nos arengó con aquellas palabras que nunca olvidaré:
“¡Soldados de la Patria! En este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional que ha designado nuestro Excelentísimo Gobierno. En aquél – dijo, señalando con su brazo hacia la isla – la batería de la Independencia. Nuestras armas aumentarán las suyas. ¡Juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores y la América del Sud será el templo de la Independencia, de la unión y de la libertad! En fe de que así lo juráis decid conmigo: ¡Viva la Patria!”
Casi al unísono mi voz y la de todos los presentes acompañaron el ¡Viva!, con toda la fuerza, con toda nuestra esperanza. El protocolo quedó de lado. Transportados por la emoción algunos tiraron sus sombreros al aire; se escucharon reiterados vivas: a la Patria, al Coronel, a la nueva Bandera. ¡Jamás olvidaré ese momento!

Benigno Vallejo hizo un alto, como si le costara desprenderse de la emoción que lo embargaba.

- La calma se fue restableciendo lentamente, pero ya era otro el espíritu que percibíamos. Nos sentíamos hermanados; saciados. Éramos parte de algo nuevo que surgía incontenible. En aquel pequeño poblado del Rosario, nosotros los porteños, los arribeños del interior y los vecinos formábamos un solo pueblo. Ya no importó el calor, el duro trabajo, ni el resentimiento por habernos hecho cortar las trenzas. En aquella nueva bandera nos reflejábamos contra el cielo, confundiéndonos en la esperanza de un ideal en unión y libertad. Alguien corrió hasta la iglesia y a poco hizo repicar la campana con gran entusiasmo. Los paisanos y hasta los pocos extranjeros presentes se abrazaban. Vi a Misia Catalina que besaba a una corpulenta negra, quizás su esclava. Grandoli palmeaba las espaldas de Tiburcio Benegas. Varios sapucais asustaron a la niña Victoria y hasta algún miliciano exaltado se permitió disparar su carabina. 
¡Caramba que ese día fue único! ¡Cuántas veces lo he recordado, en el fogón de alguna noche, aterido del frío del Altiplano; en las largas marchas, victoriosos o vencidos! ¡Aquel Rosario de 1812!
Lo que luego sucedió ya había perdido importancia. El capitán Herrera recibió la orden de tomar posesión de la batería emplazada en la isla; allí partió junto a mi compañero José María Lorenzo, con su sección de tiradores. 
La mirada del viejo se pierde en el horizonte arrastrada por los últimos rayos del sol poniente.

Abuelo - dice con simplicidad Pablo – la mamá nos llama, ya estará el asado. Venga, vamos.

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